sábado, 5 de febrero de 2011

Ficciones VI

La vida por una buena razón para morir



Exactamente igual que entonces, cuando una camisa manchada de sangre expelía el sucio hedor de la derrota, y los ojos tan cerca del piso, mirando un punto ciego entre las baldosas a centímetros de mi nariz que se estremecía de solo imaginar un próximo impacto, sin tener la fuerza para levantarse y evitarlo. Sus castigos ceremoniales, como una ejecución pública montada para placer de los que moraban los feudos, y llegué incluso a pensarme merecedor de tales escarmientos, pero al menos, vulgar consuelo, no fui el único que entonó la marcha fúnebre de su propio entierro, y ha habido quienes hasta desgarraron sus pulmones en el vaivén de sus estrofas. Las ansias de un acto que medianamente desprendiera estelas de autonomía me llevaron a aplicar esa misma  soflama aún cuando fuesen en perjuicio de mi persona, e incluso aunque mi lógica natural repeliera constantemente sus principios. Tremenda la necesidad por expresar la libertad que no tenemos al manifestarse en pro de aquello que nos la quita, la ambición de cortar la propia piel al ver que de forma evidente solo estamos en este mundo para sangrar sobre su superficie y regar así sus páramos estériles, pero ahora no será por la mano de otros, sino a través de nuestro propios dedos que eligen el cuchillo y lo asen por su mango, o tal vez se liberen de las formalidades telenovelezcas  y opten por una tijera, un cigarrillo encendido que selle su redondez en nuestra tersa faz, que deje su marca imborrable como un recuerdo de la decisión que tomamos, aquel día en que al fin llevamos a cabo un acto que tenía toda la apariencia de haber surgido exclusivamente de nuestra conciencia. Pero no fue hasta muchos años más tarde que me daría cuenta de que los niños golpeados, o cualquiera que sea víctima de un abuso guarda en su mente el mismo germen que aguarda en las sociedades dormidas de opresión, aunque a tal nivel no se llegue a la autoflagelación, lo cual hace por cierto al asunto de la renuencia a las revoluciones mucho menos asequible al ojo analítico antropológico.  No, lo mío era más evidente. Porque estaba vencido, lastimado, adolorido, con la nariz cerca del piso presintiendo el peligro de un nuevo impacto, y aún así no consentía en levantarme. Degustaba un sabor metálico mi boca; mis labios, una humedad viscosa, y mis oídos se cerraban ante el ruido apenas soportable de una garganta enfurecida. Rodaba sobre mí para orientar mis ojos hacia el cielo raso y sentirme así un poco menos indefenso, pero un fuerte estrépito me doblaba en dos a la altura del abdomen y me robaba el aire que había dentro de mi cuerpo. Respiraba con agitación, apoyaba mi mano en la cerámica helada a la cual mi boca goteaba de rojo y lanzaba fuertes e irreproducibles injurias, de esas que sirven a la perfección a los fines calumniosos a los que estaba únicamente dispuesto. Sutil modo de demostrar que aún estaba vivo. Mi voz quebrada flaqueaba su eco entre el sonido de mis nervios palpitantes, las palabras sucias de un niño que sabe que por ellas será severamente aleccionado, pero que de todos modos debe decirlas, porque es todo cuanto puede hacer, incluso aunque deba desistir en breve al darse cuenta que el dolor es apenas soportable. Aún cuando no sea tan niño. Nuestra matriz es una biosfera que aparentemente se desintegraría antes de modificarse. Dogmas puros. Cuando salía a la calle, cuando iba a la escuela, mi rostro era notoriamente serio. El ceño fruncido sobre mis delgadas cejas de infante, el cabello sobre la frente ocultando a medias una cicatriz, la boca ladeada dejando entrever unos dientes pequeños y afilados, irrisoriamente amenazantes. Agradezco haberme dado cuenta, aunque tarde nunca lo es en demasía ante la posibilidad de no despertar jamás a la verdad de los hechos, de que estaba de narices contra el piso, todo el tiempo. De que sangraba dolor y humillación, de que mis músculos resentían el golpe repetido de sus más variadas broncas y mis ojos se secaban de lágrimas de impotencia. Del mismo modo el pueblo debe darse cuenta de que aún la revolución más violenta mitiga el alcance  y la dureza de sus medios cuando las personas mismas que la llevan a cabo han nacido en medio de una guerra, son hijos de la fuerza brutal de los designios ajenos, o de la compleja psiquis paternal. La locura engendra locura, o, en el caso menos grave, desesperación casi irracional, la violencia ejercida altera las reglas de juego, la idea peligrosa es la de qué podemos hacer nosotros si nos empezamos a regir con los mismos valores que tienen aquellos que nos transmiten un plexo que en realidad ellos mismos no obedecen, la idea de igualdad es la génesis peligrosa de una lucha que será mal vista, porque quienes las lleven a cabo parecieran estar condenados por la comunidad entera a una vida en la que solo conocerán el sufrimiento. 

Dentro del palacio, en la cima de una colina, los reyes bailan en la opulencia, se escuchan sus risas orgiásticas amortiguadas por la gruesa seda de las cortinas rojas que puedo ver desde el otro lado del ventanal, cruzando los jardines amurallados. En las afueras, los hijos de la plebe son mártires de lo que deja la violencia que sufren sus padres, o al menos de eso traté de convencerme cuando fui mayor, cuando me convertí en el hombre solitario y silencioso que provoca pavor en los nuevos niños del reino con solo dejarme ver de cerca, escaseando ya el cabello que pudiera ocultar las marcas  de la infancia. Y en la penumbra se hacían añicos mis pensamientos, porque el verdugo tenía esa mirada familiar que me había acompañado, creía, casi toda mi vida, ese tono de voz al que mis oídos estaban acostumbrados, o tal vez era mi imaginación que llenaba los huecos de la realidad con especulaciones fantásticas, mientras el dolor invadía en oleadas mi cuerpo narcotizado. Convertí mi desgracia personal en una lucha de clases, para ocultar la miseria que había dejado el pasado en mi alma, para no tener que enfrentarme todos los días a una realidad más propia de una era medieval que de la modernidad en la que me tocó nacer. La evolución de la humanidad no da explicación lógica a lo que he sufrido, si elijo crear castillos en mis sueños de vigilia es solo un atajo práctico para mitigar el dolor de ver el modo en que la humanidad se traiciona constantemente a sí misma mediante mecanismos que el ilusorio abandono de épocas oscuras supone obsoletos, pero que siguen operando a la perfección entre banquetes reales y el andar silencioso de una parca rondando los poblados aledaños. Desde mi balcón lo veía pasar, no podría huir pero él tampoco. No viviría para recibir sus agradecimientos, y aun si hubiese tenido la esperanza de sobrevivir, jamás hubiese oído más que sentencias condenatorias de los propios liberados. Si alguien debe tomar medidas extremas para hacer justicia, seré quien inmole el espíritu propio, sacando al menos ese provecho de esta alma condenada a una eternidad de descrédito y deshonra. Desde mi puesto de vigía callado y expectante, constantemente al acecho y con los ojos fijos clavados en el musgo que crece en los adoquines de esos muros frívolos que encierran nuestra riqueza material y nuestra esperanza espiritual, desde ese punto inhóspito de la sola conciencia llegué casi sin darme cuenta a las tierras ensangrentadas que olí de cerca, y la vida me pareció un círculo perfecto y sarcástico, como la sonrisa de un acólito del rey con botas impecables y relucientes, sin manchas de lodo, pero con las suelas gastadas. Mis ojos se entrecerraban bajo la luz encandilante de un sol incondicional y gélido de muerte, mi nariz rozaba el suelo que acariciaba con mis manos, la faz de una tierra conocida y lóbrega como la caverna de la que provenía. Entré al calabozo sabiendo que jamás volvería a salir. Jamás volvería a ver la luz de ese sol, el de verdad, el que hacía varias horas que no veía, porque había decidido proceder de noche, y también de noche me atraparon. Sentí el viento de la calle por última vez en mi piel, que aún ajada y roída casi hasta el hueso mismo atizó mis nervios y suspiré.

Por eso no importa ya lo que yo haga, y por eso es que los liberaré de la carga de que pese sobre su conciencia el atentado, pues ya demasiadas cosas pesan sobre la mía como para no tener la certeza de estar haciendo lo correcto, o al menos lo que es esperable. De todos modos, soy el alma pecadora de un cuerpo que en un determinado momento tardío quiso dejar de tolerar el castigo de sus impiedades. Soy el ángel rebelde que desperdició años de pacífica resistencia por un instante de revolución armada, soy el demente sobre el cual todos posan sus miradas y contra quien azotan con su juicio, soy el niño de la nariz contra el piso que gatilló su hombría mientras podía aún saborear la sangre propia entre los labios viscosos, soy el hijo que grita improperios y recibe el hostigamiento del odio de sus progenitores. Soy el fruto de la opresión que fue y será juzgado como el déspota arbitrario de su propio antojo; soy la pasión de las ansias de libertad que valerá mil infiernos, antes que el paraíso de los esclavos, soy el león que empuña el látigo con sus colmillos, aunque reciba un dardo de muerte en mis muslos, arrojados por un cobarde que rehúsa ingresar a mi jaula. Soy la contradicción misma de la maquinaria  que me ha engendrado, mi cuerpo mal herido es la génesis de la superación a la que he de llevar a la humanidad; soy la desilusión de quien solía empeñarse en el optimismo de ver surgir la evolución en donde siempre ha habido miserias, soy el premio que llevará la parca a cambio del olvido de cientos de almas que seguirán luchando por  un destino ilusorio en este mundo.

 Dynka
(Nadia C. García; Buenos Aires, 5 de Febrero de 2011)

2 comentarios:

  1. Nadia, tu literatura es muy profunda. La elaboración de la idea y las palabras crean todo un imaginario. Muy buena.

    ResponderEliminar