martes, 6 de julio de 2010

Ficciones V

La sonrisa de la marioneta

Pobre de aquel que deba esperar que alguien de su vida por él, impotente de saber que algún día, invariablemente, vendrán a buscarlo, para no verlo nunca más, para no verse nunca más ni volver a existir como lo que alguna vez fue. 

 Ella toma el cuchillo, el mismo que usaría con ganas para cortarse la cara en varios pedazos, y lo amenaza, le acerca la hoja plateada y brillante a la boca y le dice que va a matarlo, piensa en ella misma con la piel hecha jirones sobre un mar de sangre oscura y lo amenaza, pero en el fondo no piensa sino en ella, y en las ganas que le da ese cuchillo de cortarse la cara.  Y cada vez que lo mire, se acordará de su piel ultrajada, de su rostro muerto, o tal vez, y solo tal vez, con más vida que nunca, porque estará entonces sobre un mar de sangre, y él seguirá con su rostro intacto, y todo intacto él la mira llevarse el cuchillo muy cerca de la cara y hundir la punta en la mejilla, pero no va a sangrar, porque será incapaz de perpetrar su fantasía,  por lo que el mar de sangre impura bajo sus pies y su rostro hecho jirones no es más que una utopía.
Casi cualquier defecto se tornaría repentinamente insignificante al lado del suyo, ahora ella ha perdido la razón y la fantasía es un recuerdo, pero no uno corriente, sino un recuerdo de algo que ella cree real. El viciado mar de sangre se disolvió con el tiempo, ahora si no fuese por su memoria no le quedaría nada, menos que la nada, cosas que preferiría olvidar, como aquella otra evocación real, la de su mano amenazando a alguien a quien jamás lastimaría en realidad.
Yo llegué justo cuando ella estaba sosteniendo el cuchillo con la punta en su mejilla, y él, sentado en una silla y con el rostro como jamás había yo visto, trataba de hablarme, solo a través de sus ojos. No estaba atado ni amordazado, pero parecía que solo podía comunicarse por medio de la mirada, un mensaje cifrado entre parpadeos. Además, tuve la escalofriante sensación  de que fue un pedido de ayuda transmitido mentalmente lo que me había llevado hasta su casa. Yo sabía muy poco de ellos; ella, cabello negro, rasgos orientales, casi no hablaba, ojillos maliciosos y atormentados; él, ojos pardos, sonreía a veces con una pureza difícil de describir con palabras, emanando una indefensa candidez que rara vez había visto yo en adultos. Me tomé la libertad de entrar porque la puerta entreabierta y la extraña conexión que ya he mencionado entre él y yo incitaron la curiosidad de quien hubiera recibido fascinada el regalo de su sonrisa al topármelo en el pasillo. Al verme, ella fue a la cocina, diciéndome que me sentara y la esperase. Permanecí inmóvil, sabiendo que sería juzgada como una intrusa, y medida con los estándares con los que las esposas que con tal recelo cautivan su propia existencia misteriosa, miden a sus vecinas.  Él, todavía en la silla, pálido, sin salir de ese estado que oscila entre el terror y la excitación paralizante.   Me acerqué, lo interrogué, si estaba bien, si necesitaba ayuda, qué había pasado. Esperaba que, con la fingida amabilidad que rechaza la preocupación ajena, me dijese que no había problema mayor, que lo que yo había visto, su mujer con un cuchillo, su actitud amenazante, el pánico que lo dominaba, no eran más que una ilusión. Pero en lugar de eso, su mano muy blanca se aferró a la mía y me susurró que tenía miedo, sus ojos suplicantes buscaron en los míos la piedad que no encontró en los de ella, mi mano como un ancla que lo aferraba débilmente a la salvación, manteniéndolo apenas en este mundo. Sentí que si lo soltaba, si lo abandonaba, él se iba a morir allí, a desvanecerse en esa misma silla, dejando de existir para ambas. Me estremecí ante esa idea. Desde la otra habitación, ella, su mujer, tan actriz, tan falsa e irreal, me dijo con una voz casi melodiosa que me atendería en un minuto. No sé por qué pensó que ella era el motivo de mi visita, puesto que no lo era, los fundamentos no existieron jamás en esta historia, mi presencia allí no tenía sentido, era como si una fuerza extraña e incomprensible me hubiese atraído hasta la puerta de su hogar. Pero no podía decirle eso, así que, como era de esperarse, no dije absolutamente nada. A decir verdad, no podía articular palabra ante esos ojos penetrantes, mirándome tan de cerca y con tanta necesidad, esos hermosos ojos pardos. Una lágrima que se desprendía de ellos y mi mano que la atrapaba justo a tiempo. Todavía no salía de mi asombro. Yo los creía tan felices, tan perfectos y exquisitamente destinados el uno para el otro, que parecía un error, una burla cruel del destino verlos juntos. Esa impresión me asediaba desde que los ví mudarse al departamento contiguo, proporcionándome el deseo recurrente de acabar con tanta ostentosa prosperidad, de robar un trozo de algarabía para traerlo a mi propia oscuridad circundante. 
Los hechos posteriores se sucedieron como en un sueño, incluso en muchas ocasiones tuve la sensación de haberme quedado dormida, y todavía me despierto a la madrugada creyendo que nada fue real, que nada de esto existió jamás.  Desde que lo ví, él fue todo para mí, pero bastó conocerlo para darme cuenta de que en realidad no era nada, no existía siquiera por sí mismo. Era un títere, menos que eso, era espuma, sus manos tan ligeras, su piel nívea, tan efímero como la espuma, podía escurrirse entre los dedos y desaparecer, y a la vez necesitaba de ese sostén que lo mantuviese en pie, para que un soplido del viento no lo obligase a deshacerse en cientos de partículas blancas. Era un fantasma, su existencia solo cobraba importancia  si alguien lo veía, como lo vi yo ese día, el primero, dándole vida al espectro dormido por tanto tiempo.  Ellos se habían conocido en París, hacia ya diez años, una década entera para él en la cripta, inexistente e invisible. Diez años muerto y silencioso, hasta que se cruzó conmigo, que vivía en el departamento de al lado al que ellos se mudaron. Cada vez que él desaparecía, ella lo buscaba insistentemente por donde le era posible, llamando incluso a mi puerta, pero sin buscar jamás dentro de su mente errática y engañosa. Él me contó una vez que luego de esos episodios de persecución, culminantes con su aparición, ella lo amenazaba, se llevaba la hoja plateada a la mejilla y decía que iba a cortarse la piel en cientos de pedazos. Con cada amenaza se suscitaba en él el deseo de que ella consumase de una vez por todas su recurrente quimera, para que definitivamente su faz se volviese invisible, y esa fría impavidez se esfumase de su vida, desapareciendo entonces el incierto problema de ser una marioneta a merced de dos titiriteros, uno de los cuales, secreto inconfesable, era yo.
Pero el tiempo pasaba y lo único que sucedía en esa rutina era el golpe autoritario de ella en mi puerta, buscándolo a él con desesperación, de mi boca una catarata de mentiras como jamás imagine, y él escondiéndose en mi casa, en  mis sábanas, en mí misma, y en todo aquello que pudiera hacerle olvidar por un instante que ella estaba allí, con solo una pared de por medio, y buscándolo. Hasta que un día, ella decidió liberarnos sutilmente del problema. Él golpeó mi puerta, y me dijo que finalmente había sucedido. Asustada, procedí a examinarlo, pero afortunadamente, pensé, el daño se lo habría hecho a ella misma. Se sentó al borde de la cama con esa expresión lívida y sacudió la cabeza. “Ella no ha hecho nada”. Su voz tenía algo de mortuorio, parecía contradecir su propia afirmación. Supongo que a veces algunas personas  pueden provocar más en nosotros no haciendo nada, decirnos más de lo que las palabras escasas que oímos parecieran estar destinadas a transmitir. En efecto, ella estaba intacta, viva; nunca pude averiguar si había fingido ejecutar su alucinación o si la misma había tenido lugar solo en su mente. Lo cierto es que estaba convencida de que sí había sucedido, de que realmente se había atrevido a llevarse el cuchillo a la cara y se había rasgado el rostro que ahora yacía sobre ese mar de sangre impura, que su piel en pedazos deformaba la faz de lo que alguna vez fue. Sin haber perdido la vida, se había despojado a sí misma de la cordura, como si enloquecer pudiese obedecer a la voluntad de una persona, y ahora se encuentra recluida en el  escaso espacio de una habitación de hospital, con los muros suaves y acolchonados, blancos como la espuma. En estos últimos días, él ha decidido hacerle una visita. Me negué a acompañarlo, demasiado riesgoso teniendo en cuenta que tengo la teoría de que en realidad jamás deseó ella lastimarlo, ya que de ser así lo hubiese hecho, y tampoco deseaba ultrajarse a sí misma, sino que de algún modo toda esa violencia estaba dirigida hacia mí, era yo quien debía recibir esos golpes de cuchillo. “Está igual que la última vez que la ví”. En ese momento, al oír su voz lastimosa quebrarse entre tantos recuerdos dolorosos, volvió a inspirarme lástima, volví a sentir que era un ser que se hallaba indefenso en un mundo tan cruel y despiadado como el nuestro, y que necesitaba de mi ayuda. La sensación duró poco. Con ella ausente me era difícil mantener esa creencia de que él era inocente de ser un títere manejado a puro antojo ajeno. Empecé a no soportar verlo reir con su infantil ternura, empecé a desear que se volviese real, y no un fantasma sin alma, o sin cuerpo, la más extravagante y paradójica creación de la naturaleza, una figura corpórea pero sin voz ni voluntad, la nada más absoluta extendiéndose tras sus ojos.  Él estaba vacío, y yo, que acababa de darme cuenta de ello, tuve miedo de que me vaciase a mí también, de transformarnos en dos seres carentes de vida, dos espíritus condenados a deambular con estúpidas sonrisas en sus rostros inexpresivos. Pero nada de esto había yo sentido antes de que ella desapareciese de la vida de ambos.
¿Sería entonces ella quien mantenía vivo al espíritu? ¿El temor que despertaba era acaso el único rasgo real que él había alguna vez poseído, como un único atisbo de humanidad? En efecto, la última expresión que había visto en él, en su rostro, en sus ojos, era el miedo de la última vez que habló de ella. Luego, nada más que su mirada vacua, y su etérea sonrisa.
Con el tiempo, ambos simulamos haberla olvidado, pero al menos yo no pude hacerlo. Mientras escribo me doy cuenta de que no es tan difícil verlo un día, en París o en Buenos Aires, y pensar que no es más que una víctima, un niño de espuma, pero en el sentido más noble de la palabra, que sería maravilloso liberarlo de las cadenas que lo mantienen preso en las infelices cárceles del olvido. Él está sentado en frente mío, tan pacífico, me mira de a ratos con sus ojos pardos, tan vacíos y lejanos, es la frágil figura espectral de un ser humano que no existe sino por mí, que no está allí, en esa silla, en el momento en que mis ojos se fijan en un punto distinto. Me devuelve la mirada con dulzura y me hace odiarlo, aborrezco su sonrisa débil en el rostro de porcelana. El papel en el que escribo luce impecable y me recuerda a él, la pluma sangra expulsando su vómito azul, afuera hace tanto frío, y sería tan fácil, sí, esa es la palabra justa, exactamente, sería fácil acercar la pluma a su piel y cortarla en cientos de pedazos, o sería aún más gratificante, e igualmente sencillo, acercarla a mi propio rostro, a mis manos y a mi pecho, y rasgar de a poco mi propia piel, morir lentamente frente a él que agoniza, que sea consciente de que yo lo maté, y de que también yo voy a morir, o quizás, perpetrar solo su asesinato, quitarle la vida de a poco, de todos modos parece que hubiese dejado de vivir hace tiempo, se parece más a cuando lo conocí, con ese aire tan distante, seguramente a ella también la miró así antes de que empezara a amenazarlo y de terminar enloqueciendo, o de empezar a enloquecer a su lado, él siempre cuerdo y precavido, un títere a merced de aquellos que caímos en la trampa de la infelicidad que vimos en sus pupilas. Él, con su increíble capacidad de aflorar las peores cualidades de un ser humano, tan vacío, lejano, sonriente, habiéndome demostrado tantas veces el temor que le tenía a ella, ignora el poder de su gesto bondadoso, capaz de enloquecer hasta convertir en realidad la peor de las pesadillas, responsable de atrocidades que tuvieron lugar en la mente, solo en la imaginación, de quienes lo rodearon.
Tengo la certeza de que solo se vuelve real cuando abro los ojos,  y por algún motivo me rehuso a cerrarlos, no soy capaz de concebir la idea de que él desaparezca, ahora que sí está aquí, ahora que yo podría acercarme a él y acabar con todo esto de una vez por todas, eso es lo que voy a hacer, no le quedará vida para reir, o a mí no me quedará vida para verlo, cómo tomar esa difícil decisión, como saltear un obstáculo tan grande si él no deja de mirarme y sonreir, con su cara tan vacía,  inexpresiva, no me costaría creer en este momento que él es inexistente, que ella y yo somos víctimas de la demencia, pero algunos recuerdos son tan vívidos, memorias de algo que no es ni forzosamente físico, porque lo que nuestros sentidos perciben es algo tan precario que podría desvanecerse con un soplido, como una montaña de espuma entre las manos, la vista puede ser fácilmente engañada por la complejidad, o incluso por la sencillez de nuestra mente, y el tacto es  aún más vulnerable, tal vez ella y yo somos las indefensas, y la marioneta que creíamos desvalida resulta ser nada menos que el detonante de la temible guerra en la que probablemente ambas hayamos caído derrotadas. Si el límite que separa la sensatez de la paranoia es tan delgado y se esfuma paulatinamente casi sin dejar rastros de lucidez que permitan descubrir con acierto lo innegable de lo ficticio, cómo saber entonces quién de los dos es más abstracto, si es él o si soy yo. La gelidez del paisaje que atraviesa la ventana atrapa en su gris existencia la esencia de nuestras vidas, que cada día, en el calor de mi habitación, se abren paso entre la desesperanza. La ciudad fría e indiferente parece un inmenso reflejo de nosotros mismos, con tanta muerte y locura en cada milímetro suyo. Por mis manos se escurre un líquido espeso y abundante, ignoro lo que hice, o si hice algo, pero su rostro afable y melancólico se empieza a deformar, y una mueca de horror desdibuja su sonrisa. Estoy muy cerca de él y comienzo a reirme de   lo que ahora creo ver con claridad, de su imagen frente  a mis ojos por los que alguna vez se vio cordura; acaricio con mis dedos el rostro ilusorio y luego el mío, pero ya no sé cuál es cuál, cuál existencia es realmente verídica si ambas son a la vez tangibles para mí. Yo no quiero ser como ella, pero de eso me olvido un poco. De mis dedos cae al suelo ese líquido, yo no sé si es azul o si es rojo, pero él parece saberlo, y me acaricia con lástima, aunque todo puede ser consecuencia de mi extraña forma de actuar, no tengo por qué pensar que alguien ha salido lastimado, después de todo, aún no distingo el color del líquido que va formando un mar en el suelo, aquí bajo mis pies, rojo o azul, los colores no son para mí más que un monocroma de recuerdo inútiles, que dejan de todos modos de tener importancia, porque él ya no sonríe, y cómo desearía volver a ver esa mueca.
Dynka

(Nadia C. García ; Buenos Aires, Junio 2006)

3 comentarios:

  1. Buenísimo Nadia, es perfecto, me parece excelente.
    Muy atrapante y fuí esperando leer el próximo párrafo mientras leía cada uno.
    Creo que es el cuento que mejor representa por ahora la descripción del blog.
    Muy bien elegido el título del cuento también, para que el juego de adentrarse en esta historia sea definido.
    Humilde recomendación a todos los que lo lean, vuelvan a releer el primer párrafo una vez terminada la lectura total del cuento.
    Te felicito Nadia, en serio escribís muy muy muy bien y son muy buenas y creativas tus ficciones.

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  2. Él estaba vacío, y yo, que acababa de darme cuenta de ello, tuve miedo de que me vaciase a mí también.

    Muy bueno el cuento Nadia, me tome el tiempo para leerlo y me gustó, después sin el ruido de la oficina me gustaría releerlo.

    Saludos !

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  3. Nadia: me encantó el cuento.
    Y no esperes más ...ya salió
    la nota de humor en el blog de Kikito:EL QUIJOTE DE
    LILITA vs LA CAPERUCITA DE CRISTINA KIRCHNER
    http://www.kikitodulce.blogspot.com/

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